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Flannery O'Connor, amada y criticada por la misma razón

Actualizado: 16 jul 2020

Con una escritura clara, la autora expresa la moral de los años 50, atravesando al sur estadounidense de historias y personajes muy particulares.

Ilustración por Ailén Goyanes

Ella lo dice mejor que yo: “Siempre me han señalado que la vida en Georgia no es como yo la describo, que los delincuentes escapados no deambulan por las calles exterminando a las familias, ni los vendedores de la Biblia merodean en busca de chicas con patas de palo”. Lo que distinguía a Flannery O’Connor como escritora, era la misma razón por la cual era juzgada: todas sus historias suceden en el sur de los Estados Unidos probablemente porque fue casi el único lugar que conoció pero ninguna de ellas, dicen sus críticos, refleja a su gente.


Juzgada por una contradicción, no hacía más que plagar sus historias de ellas. Una y otra vez con una escritura transparente, los dilemas morales se presentan en sus personajes y en las críticas que ellos hacían sobre su sociedad.


Una familia es emboscada por una banda de prófugos en “Un hombre bueno es difícil de encontrar”, el líder de los delincuentes le confiesa a la abuela: “Me hago llamar el Desequilibrado porque no puedo hacer que las cosas malas que he hecho se correspondan con lo que he soportao durante`l castigo”.


“La buena gente de campo” es el segundo título al que la autora se refiere en aquella primera cita. Los títulos de estas dos obras concentran todo lo que hasta ahora hemos hablado de ella. En este cuento, O’Connor demuestra que las apariencias engañan y que dentro de una valija, que su portador dice está llena de biblias, puede haber muchas otras cosas: “¡Eres un buen cristiano! Eres como todos ellos…; dices una cosa y haces otra”, le dice Hulga, presa de la maldad de los secretos del aparentemente inofensivo vendedor de biblias.


He aquí una de las cosas que más disfruto de la lectura de Flannery O’Connor: es inesperada, es cruda y es feroz. A veces, al leerla, llego a tener miedo.


Nacida en una de esas provincias conservadoras del sur de Estados Unidos como lo es Georgia, ferviente creyente católica, la crudeza y violencia expulsa la sobriedad que de ella supondríamos. Pero es claro que los símbolos religiosos están en cada una de sus obras: la familia, el hogar, la tradición y el matrimonio. Aunque estos símbolos aparecen siempre en conflicto, O’Connor va minando el tranquilo sur estadounidense de criaturas extrañas cuyos finales, por más que lo intenten, no pueden escaparle a la tragedia.


Quizás esto también tenga que ver con ella. A los 26 años fue diagnosticada de lupus, y vivió casi la mitad de su vida en la granja de su madre en Georgia. Criando las aves más exóticas que pudiera encontrar, más que nada pavos reales, escribió hasta terminar casi paralizada por la enfermedad que acabó con ella a sus 39 años. Su catolicismo nunca detuvo su rebeldía como escritora. La mayoría de los personajes de sus cuentos son mujeres y suelen ser las protagonistas. Pero es curioso que, cuando aparecen los hombres, no son relevantes o son la mismísima causa de los males para las protagonistas.


Se dice que “La buena gente del campo” es su obra más autobiográfica. Joy, que luego de cumplir 21 años se cambia el nombre a Hulga, es una filósofa corpulenta con una pierna ortopédica que vive con su madre y sus criadas, presa de una tremenda sensación de incomprensión. Una soledad infinita que sólo se ve interrumpida por un hombre flacucho que llega vendiendo biblias invitándola a caminar. Aunque Hulga imaginaba que “le arrancaba toda la vergüenza y la transformaba en algo útil”, el final, como siempre en los cuentos de esta autora, es un tobogán hacia una pileta de catástrofes.


Al igual que William Faulkner y Carson McCullers, O’Connor fue una autora de un estilo sureño gótico: construía personajes atravesados por lo macabro, lo irracional y lo grotesco. Pero sobre esto último es interesante observar lo que opinaba al respecto: “Por supuesto, me he dado cuenta de que todo lo que sale del Sur es calificado como grotesco por parte del lector del Norte, excepto cuando realmente se encuentra ante un texto grotesco, que dirá que es realista”.


Al leer a O’Connor me asalta una sensación de paz y perturbación. Una mezcla de fascinación y de horror que siempre me lleva a pasar la página. Sus obras son profundamente humanas. La autora vive de los contrastes indagando en la crisis, la moral y todas las insoportables contradicciones de sus personajes.


¿Cómo puede lo absolutamente raro y lo cotidiano resultar natural? En una escritura simple, aunque empapada de contenido, O’Connor lo dice, nuevamente, mejor que yo: Realismo de distancias. Un realismo que recurre a deformar las apariencias para mostrar una verdad que de otra forma quedaría oculta. Pero para verla, hay que leerla.


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